La intensa digitalización que estamos viviendo está teniendo un enorme impacto en nuestra sociedad, especialmente en nuestras niñas, niños y adolescentes, y no siempre de manera positiva. Las evidencias científicas más rigurosas y las principales instituciones de referencia señalan con claridad que la exposición prolongada a las pantallas puede afectar el desarrollo físico, cognitivo, emocional y social, además de favorecer un peor rendimiento académico. Por ello, resulta imprescindible establecer límites claros y firmes a la digitalización, tanto en el hogar como en la escuela, basados en criterios de salud y en la evidencia científica. Familias, docentes y administraciones deben trabajar conjuntamente para proteger la salud y el desarrollo de la infancia y la adolescencia, garantizando un uso equilibrado y significativo de la tecnología.
En este sentido, está suficientemente demostrado que el bienestar infantil y adolescente mejora a medida que aumenta la desconexión digital. La evidencia es contundente; los datos actuales muestran con claridad la necesidad de una desconexión digital. En nuestro entorno, más de un tercio de la población menor de edad pasa a diario más de cinco horas con el teléfono móvil; pero atención, además, el 46 % pasa en la escuela al menos cuatro horas frente a una pantalla. En este contexto, llevar smartphones a los centros educativos y la extensión del uso de ordenadores portátiles en los hogares dificultan tanto la desconexión digital como la convivencia familiar. La situación es aún más complicada en las familias vulnerables, que disponen de menos recursos para supervisar y controlar el uso educativo de la tecnología, lo que agranda la brecha de desigualdad social. Esta realidad, que genera tensiones incómodas para docentes y progenitores, y que les empuja a asumir tareas de control, exige revisar de manera crítica los efectos de la digitalización en la escuela, la familia y la comunidad.